jueves, 26 de noviembre de 2009

Un poco de realismo real

Algunos hablan de que la medida gubernamental de sacar el ejército a las calles, ha tenido el sarcástico efecto de aumentar la ola de homicidios en la que mi país se halla envuelto. Se estima un repunte de la criminalidad en general, y creo que algunos de los productores de esta puesta en escena se están echando para atrás, o insinuando oposición a lo que tanto pregonaban, tal como José María Tojeira,, rector de la UCA, cuyos comentarios pueden buscar aquí.

Hice una pequeña crónica al respecto, sólo porque tenía un rato libre y porque me ha parecido que incluso la experiencia no fue del todo mala
El soldado me vio con cara de pocos amigos: no hallé diferencia entre su amenazador gesto y el de el ratero que, a punto de corvo, me robó el año pasado.

Parecía querer aniquilarme con sus ojos y encerraba en ellos un odio que no merecía: yo que vago solo por la vida (Ni siquiera consuetudinariamente), sin amenazar la integridad de nadie, sin atentar contra el Estado de derecho ni cosa parecida; yo, que lo único peligroso que tengo son mis descabelladas ideas.
Me llamó como quien llama a un perro. Ordenó que alzara mis manos a la cabeza y que entrelazara mis dedos, que en mi vida he usado para otra cosa que para escribir (Y trabajar de vez en cuando). Empezó a tocarme afanosamente, como si olvidara a ratos que ya había revisado tal parte de mi cuerpo; como si pretendiera que en alguna de las siete veces que me tocó fuera a aparecer un arma o algo así.
Violentando mi privacidad, me levanto la camisa, como si desnudarme a media calle en busca de tatuajes fuera a erradicar mi supuesto crimen de raíz. Me reviso la gorra, no se si para comprobar si era de una marca reconocida, o, tal como después confirmó, la había comprado en las aceras capitalinas. Vio mi morral, en el que solo llevaba la libreta donde anoto mis ideas, una boleta de notas (cuyo único delito es que fueran tan malas), y esculcó entre unas cuantas monedas, para comprobar si provenía de dinero lavado del narcotráfico o algo así.

Llegó su amigo, otro uniformado a felicitarle por su trabajo, que ya era hora, que tenía que aprender a hacerlo, que era bueno que se le quitara el miedo… Mi oído fue tan agudo para oír eso y otras burlas que le hacían a mi cateador.
Le dijeron que abriera más mis piernas, para poder derribarme en caso de resistencia; cosa que sería bastante útil tomando en cuenta que era menor que yo, y el ejercicio del cuartel parecía no haberle fortalecido mucho. Volvió su compañero, porque a todo esto no me había pedido los documentos de rigor: era el más experto, talvez un perito en interrogatorios, ya que práctico todas las técnicas de intimidación que, cosa rara, he visto tantas veces en las películas.
DUI en mano, empezó a interrogarme sobre donde vivo, cuánto años tenía y preguntas tan trascendentales como cual era mi propósito en la vida… me pregunto porque guardo dos pañuelos en lugar de uno; a lo que respondí que eran resquicios de alguna manía de mi pasado (Que no es necesario contar ahora).

El quiso jugar con mi mente preguntándome que era una manía, con un gesto que delataba cierta recelo a mis palabras, y es que claro, después de genocidio, andar más de un pañuelo en delito grave en las republicas occidentales, sobre todo si ese pañuelo es de un estilo tan refinado para un muchacho como yo, ya que es blanco y pequeño; no de esas pañoletas que parecen sacadas de películas de piratas y que bien podrían servir para ocultar el rostro y robar un banco.
Lo mío le parecía más sospechoso; talvez por eso no dudo en registrarme debajo de mi lengua, ya que como es sabido, los más sucios criminales -en un país tan pobre como el mío- guarda su mejor arsenal debajo de la lengua, y conmigo era necesario salir de la duda.
Al fin pude verlo bien. Como un niño que esta aprendiendo algo nuevo; así se expresaba sus mirada tras el su largo ejercicio: me recordaba la inseguridad de quién, en un laboratorio de ciencias, observa una sustancia que puede explotar.

Los veinte minutos más insalobres de mi vida habían llegado a su final. En ningún momento temí que me hicieran desaparecer, ni siquiera que me golpearan; y creo que mi grave estoicismo le asustaba bastante al pequeño y humilde guardia, que después de todo, solo estaba protegiendo a los honrados ciudadanos de… mí.
No dije nada al irme: sus amigos le recriminaban que yo pareciere enojado, que porque tardo tanto, y aquel que secundara sus trabajo le estaba dando consejos útiles para la próxima vez.
Solo espero que cuando vea a un pandillero con tatuajes en la cara, dos nueve milímetros y veinte compañeros más, se muestre más seguro que conmigo.

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